sábado, octubre 12, 2013

Vicente Echerri: La funesta revolución del 33 en Cuba

Nota del Bloguista

Algunas personas afirman que hay un testimonio fotográfico mediante el cual se comprueba que Batista perteneció a una célula del ABC de un tal Naranjo.  La reunión  de las clases y soldados convocada  públicamente  pidiendo reinvindicaciones como gorra de plato, polainas, mejores condiciones, etc., bien pudo ser un subterfugio para en esa reunión radicalizar sus peticiones; en ese caso habría que investigar quienes eran los que realmente conocían esas ocultas intenciones.
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La funesta revolución del 33


 Por Vicente Echerri
Nueva York, EE UU.
oct 06, 2013

Acaban de cumplirse 80 años del derrocamiento o renuncia del presidente Gerardo Machado así como del golpe de Estado o sublevación militar que, pocos días después, el 4 de septiembre de 1933, depusiera al gobierno de transición presidido por Carlos Manuel de Céspedes, para dar paso a uno de los períodos más convulsos de la historia de Cuba, en cuyas secuelas aún vivimos. En la breve historia republicana de nuestro país tal vez no haya un año más fatídico ni más definitorio que el 33, que viene a alterar el rumbo político y, lo que es peor, a consagrar, con todas sus funestas consecuencias, el principio de la revolución.

No quiero decir que la “revolución”, como recurso político se inventara en nuestro país en 1933. Había nacido en el siglo XIX de nuestras enconadas relaciones con España. En el tiempo en que tenían lugar las guerras de independencia en el resto de Hispanoamérica, la lealtad de Cuba a la Corona española no sólo se mantuvo, sino que se robusteció, gracias a muchos emigrados realistas que venían derrotados del continente. Es por entonces que nuestra isla merece el título de “siempre fiel”, que viene a resaltar su adhesión colonial en tiempos difíciles. Es verdad que de esa época son el poeta José María Heredia y el P. Félix Varela, que tienen que optar por el exilio y morir en el exilio; pero, aunque notables, sobre todo por lo que tienen de precursores, son figuras bastante excepcionales en un panorama donde prima el acomodo y, de parte de las clases vivas (hacendados, intelectuales y profesionales), la voluntad mayoritaria de trabajar por el progreso económico sin que mediara una ruptura brusca con España.

Algunos de los cubanos más insignes de las primeras décadas del siglo XIX, como es el caso de José Antonio Saco, creen que cualquier movimiento independentista produciría inevitablemente la ruina de Cuba que era, en ese momento, el sistema de plantación más rico del mundo. El auge de la industria azucarera que para mediados del siglo requería la mano de obra de más de medio millón de esclavos, servía para paralizar doblemente las intentonas revolucionarias: una guerra podría significar la ruina económica y la masiva insubordinación de los negros que podrían —dado su número— reproducir en Cuba los horrores de la revolución de Haití. Desde la Sociedad de Amigos del País, la élite de Cuba aspira a mayores concesiones de parte de la metrópoli sin renunciar a una tutela que garantiza la seguridad y la prosperidad. Quieren obtener lo que Gran Bretaña terminaría por darle a Canadá y a Australia, pero, desafortunadamente, España no era Gran Bretaña.

Por el contrario, según avanza el siglo, las autoridades españolas miran con creciente recelo a los criollos, aunque sean adinerados, y acentúan la marginación de estos en la administración pública, hasta el punto que ser hijo del país empieza a convertirse en un estigma. Los cubanos, que ven cerradas todas las avenidas a un entendimiento efectivo con España, se van convenciendo de que el separatismo armado y la devastación de la guerra son los únicos medios para obtener una legítima carta de ciudadanía. España se ha aferrado a Cuba porque vive de ella, de su riqueza; luego, hay que destruir la riqueza de Cuba para que la metrópoli se desinterese. Los hacendados orientales que comienzan la guerra, así como los caudillos militares que los secundan, no encuentran más lógica para obtener a Cuba que arrasarla. Esta estrategia se aplicó mucho más radicalmente en nuestra última guerra de independencia.

Sin embargo, a pesar de estos excesos, del enorme precio que Cuba debe pagar por su independencia, la revolución no es todavía un concepto sacro ni lo será por mucho tiempo: es tan sólo un medio para alcanzar un fin. El propio José Martí, que funda el Partido Revolucionario Cubano, rara vez invoca la revolución y nunca en el sentido de una entidad metahistórica que exige la incondicionalidad, sino como un instrumento para hacer la guerra contra el poder colonial, una guerra que él define como “generosa y breve”, y que ha de dar paso a la república, a la que se refiere una y otra vez como su ideal más caro.

En las primeras décadas de la república, subsiste y se manifiesta el espíritu revolucionario, en el sentido de la vocación a resolver los asuntos políticos por la vía de las armas; pero tampoco en ese tiempo el recurso de la revolución pasa de ser un medio, si bien un medio al que se recurre con frivolidad: la llamada “guerrita de Agosto”, en que los liberales desafían con un alzamiento la reelección de Tomás Estrada Palma, y la llamada “revolución de la Chambelona” en 1917, en que de nuevo los liberales vuelven al campo de batalla para oponerse a la “brava electoral” del presidente Menocal. En ambos casos se trata de revoluciones partidistas para dirimir los resultados de unos comicios. La sublevación de los independientes de color en 1912 es un hecho todavía más focalizado; como lo es aún más la intentona de sublevación del Movimiento de Veteranos y Patriotas en 1923 que aspiraba a deponer por la fuerza al gobierno de Alfredo Zayas. Con estos antecedentes es electo Gerardo Machado en 1924.

Entre tanto, en el mundo han tenido lugar cambios muy drásticos. La Primera Guerra mundial, de cuyo estallido el año próximo se cumplirá un siglo, deshace el orden que había imperado en Europa durante los cuarenta años que la anteceden. Su inmediata secuela es el desplome de tres grandes monarquías (y hasta de una cuarta, si contamos el imperio otomano que sobreviviría por poco tiempo) y, sobre sus ruinas, el surgimiento del totalitarismo. Primero con la revolución bolchevique en Rusia; luego con la revolución comunista en Alemania en 1920, de la que nadie parece acordarse y con el movimiento fascista en Italia liderado por Mussolini y, finalmente, con la aparición del nacional socialismo en la caótica república de Weimar.

Los años veinte son un gran disolvente social —como lo serían más tarde los sesenta— y esto se refleja en la moda, en las artes, en la literatura. El experimento revolucionario ha llegado al poder en la vieja Rusia y casi todos lo miran con interés. Se trata, dicen, de una república de obreros. El terror leninista ha comenzado, mucho antes de Stalin, pero el mundo occidental no quiere escuchar: está enamorado de los carteles que le llegan de Rusia donde un sonriente orden de masas ha sustituido a la alcanforada tiranía de los zares. El espíritu revolucionario flota en el aire y así también la teoría de los hombres providenciales. La democracia parlamentaria (digamos Gran Bretaña y Francia) son vistas con creciente sospecha. El parlamentarismo empieza a ser considerado por muchos como un método ineficaz.

Es en este contexto que Gerardo Machado desempeña, con honradez casi escrupulosa, sus primeros cuatro años de gobierno. Es inmensamente popular y llueve sobre él la adulación de todos. No le resulta difícil creerse que es un hombre providencial, especie que tanto parece abundar en la época y que se replicará hasta la fatiga en el ámbito latinoamericano. En 1927, un año antes de que sin dificultad pudiera haber sido reelecto conforme a lo previsto por la Constitución, surge la fórmula del cooperativismo: la coalición de los tres principales partidos —Liberal, Conservador y Popular Cubano— para prorrogarle los poderes al presidente llevándolo como candidato único. No contentos con esto, se lleva a cabo una reforma constitucional para que el presidente pueda permanecer en el poder por un sexenio, es decir, de 1929 a 1935.

Resultaría prolijo entrar a señalar aquí todos los detalles que caracterizaron el segundo período de Machado en el que arruinó su capital político y hundió al país en una crisis sin precedentes, agravada en verdad por la inequidad de la balanza comercial con nuestro principal socio, Estados Unidos y, posteriormente, por el colapso económico de los mercados de valores. Así surgió la oposición contra Machado, una oposición que, al igual que los gánsteres de Chicago, apelaba a la dinamita y a la ametralladora en las ciudades y que se proponía la toma del poder a través del terror. El gobierno cayó en la trampa —muy difícil de eludir en estos casos— de responder al terror con el terror y esto sólo sirvió para acentuar el miedo y la inseguridad. Es en este ambiente que surge el mito de la Revolución: expediente de violencia política de incuestionable relevancia.

Hay que anotar, sin embargo, algunos antecedentes o fenómenos locales que potencian esta idea: el surgimiento de la Federación Estudiantil Universitaria (en 1922) —cuyo primer secretario fue Julio Antonio Mella, fundador que fuera más tarde (en 1925) del primer Partido Comunista Cubano y de la Liga Antiimperialista de Cuba— y (en 1927) del Directorio Estudiantil Universitario y del Grupo Minorista que se pronuncia, entre otras cosas, “por la independencia económica de Cuba y contra el imperialismo yanqui” y a favor de la “cordialidad y la unión latinoamericana”. Entre los firmantes están comunistas como Rubén Martínez Villena y Juan Marinello; pero también hombres de pensamiento liberal como Jorge Mañach, Francisco Ichazo y Conrado Massaguer. El denominador común del grupo es el espíritu de la Revolución, que invocan contra un orden que juzgan corrupto y carcomido.

Hacia el final del abortado gobierno de Machado, el nuevo presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt envía a Cuba al experimentado diplomático Benjamin Sumner Wells para que arregle la crisis de Cuba. Así comienza un período de unos pocos meses que se conoce como “la mediación” que termina con un ultimátum del embajador a Machado, la renuncia y fuga de éste y la organización, bajo la égida de Estados Unidos, de un gobierno provisional encabezado por el hijo del que en Cuba llamamos, con legitimidad, Padre de la Patria.

 (De izquierda a derecha Carlos Prío Socarrás,  Ramón Grau Sanmartín, Fulgencio Batista y Sergio Carbó )


Hay razones para calificar de torpe la mediación de Sumner Wells, quien era agente de un gobierno demócrata que quería mostrarse menos injerencista en los asuntos latinoamericanos. Tal vez lo más prudente en aquellas circunstancias hubiera sido haber invocado —con más razón que nunca— la Enmienda Platt y haber vuelto a intervenir en esa Antilla que parecía estar a punto de ebullición, o no haber intervenido en absoluto y haber dejado que el ABC, que llevaba la voz cantante en la lucha contra Machado, hubiera tomado al poder. La mediación fue mediocre y resultó fallida, pese a que los ánimos, que dieron lugar a linchamientos y saqueos a la caída del dictador, se aplacaron bastante pronto.

Entre tanto, en las Fuerzas Armadas, que habían permanecido fieles al régimen hasta el último día, se había producido hacia finales de agosto, a menos de un mes de la desaparición del machadato, un movimiento gremial: clases y soldados estaban prácticamente en huelga en busca de mejores raciones y salarios. No hay acuerdo entre los estudiosos del período si a este movimiento se acercan activistas de grupos a los que anima la frustración y la inconformidad —como Pro Ley y Justicia, el Directorio Estudiantil Universitario y el ABC Radical— para proponerle a sus líderes un proyecto político, o si son estos líderes, y particularmente el sargento Fulgencio Batista, el que ve la oportunidad y hace los contactos con los revolucionarios descontentos a través del periodista Sergio Carbó. Entre los líderes estudiantiles que se destacan en aquellas jornadas están los que serían importantes figuras del autenticismo: Rubén de León, Rafael Rubio Padilla y Carlos Prío, entre otros. Es curioso que ninguno de ellos se atreviera entonces a aspirar al poder para sí mismos y propusieran a cinco hombres mayores, entre los que está el mediador Carbó, para que integren un nuevo gobierno colegiado con el pomposo nombre de Pentarquía. Batista, en tanto, comienza a consolidar su posición dentro del Ejército. Constituida la Pentarquía, una comisión del nuevo gobierno se traslada a palacio y le comunica al presidente Céspedes que ha sido destituido en nombre de la Revolución. Es Carlos Prío, irónicamente (teniendo en cuenta lo que habría de ocurrirle diecinueve años después), quien le dice que el nuevo movimiento cuenta con el respaldo de las Fuerzas Armadas (cuyos oficiales acababan de ser cesados). El Presidente, sin perder la compostura, se levanta de su silla, descuelga un retrato de su padre que tenía en la pared y, antes de marcharse a su casa, le dice a aquellos jóvenes: “los hago responsables ante la historia”. Palabras agoreras que aún nos alcanzan 80 años después.

A partir de ahí tenemos la Revolución desembozada y agresiva que empezará casi desde el principio a bifurcarse: entre la demagogia inmoderada de Ramón Grau, que se queda al frente del gobierno provisional una vez que se disuelve, por inútil, la Pentarquía, y la posición más reservada y relativamente más conservadora de Batista al frente de las Fuerzas Armadas.

El llamado “gobierno de los cien días” del presidente Grau, en el que Antonio Guiteras fue ministro de gobernación y de la guerra, es de los períodos más moralmente desastrosos de la vida política cubana, génesis de todo lo que vendría después, sin exceptuar, desde luego, la revolución castrista que nos trajo al exilio.

Aldo Baroni, periodista italiano que vivió algunas temporadas en Cuba y que fue testigo de estos acontecimientos, nos deja una semblanz

a clara y aterradora de aquel primer gobierno del Dr. Grau, en ese libro suyo que bajo el título de
Cuba, país de poca memoria publicó en México en 1944 y que todos los cubanos deberíamos tener en la mesa de noche. Dice Baroni:

    “Esta locura anarco-comunista duró cinco meses. Para que el lector tenga una idea de esa vesania me limitaré a pintar…el cuadro de lo que fue —durante aquel período increíble— el Palacio Nacional de Cuba. El gobierno nacido en la madrugada del día 4 de septiembre, fue un gobierno eminentemente noctámbulo. De día el Palacio estaba desierto, o casi; la actividad empezaba con la noche. Las cuadrillas “revolucionarias” que habían dedicado las horas del día a “cazar” hombres y dinero, empezaban a llegar, con sus autos robados y sus armas pavorosas, y a adueñarse de los salones de Palacio. Con los pandilleros empezaban a llegar también los señores ministros y las altas personalidades —improvisadas casi todas y casi todas perfectamente desconocidas hasta entonces— que rodeaban al neo Presidente, doctor Grau. Toda esa gente hablaba, mejor dicho, gritaba… gritaba y comía, comía y gritaba… Porque el gran movimiento oficial de aquellos días se redujo, casi totalmente, a un movimiento de mandíbulas. La servidumbre palatina, reducida por Machado, ya que éste no quería tener a mucha gente a su alrededor, se duplicó, se triplicó. Y aún así, el número de los sirvientes resultaba escaso por la cantidad enorme de los que querían ser servidos. Durante los meses del gobierno del doctor Grau, el Palacio fue un inmenso restaurante que trabajaba a toda máquina, un restaurante con aspectos, a un tiempo, de cocina económica y de campamento.
    A menudo algún joven “revolucionario” y terrible, inconforme con el menú, invadía la cocina, abría la despensa, hurgaba en los refrigeradores y volvía a la mesa, improvisada en cualquier rincón del Palacio, llevando triunfalmente su botín epicúreo en alto, con gesto heroico y risa homérica.
    … Los tres pisos se llenaban de jóvenes, todos revolucionarios “auténticos”, alegres y contentos o sombríos y adustos, según si la “cosecha” del día había sido copiosa o parca… La democracia “revolucionaria” llegaba a Palacio, se quitaba el saco, se arremangaba la camisa… y comía. Los numerosos corresponsables norteamericanos que habían caído en enjambre en aquellos días sobre la actualidad habanera, se contagiaron pronto con el ambiente al llegar a Palacio, también ellos se quitaban el saco y pescaban en todos los rincones informaciones, alimentos y puros… Algunos de ellos también pescaban cheques. Para los amantes de la música había radios y pianos, los viejos pianos presidenciales de las recepciones y radios nuevos “avanzados” revolucionariamente con el objeto de que Palacio no perdiera nunca de vista la actualidad… de las rumbas y sones que brotaban de las estaciones y de las fantasías de los compositores, con el calor del verano y la revolución”. [A. Baroni, Cuba país de poca memoria, México, Ediciones Botas, 1944, pp. 124].

Y cuenta más adelante:

    “Al declararse cerrado el Congreso, por decreto de Grau y Río Balmaceda, en septiembre 22 de 1933, algunos ciudadanos de mala catadura —las revoluciones, dijo Saco, tienen el inconveniente de que levantan en el aire nubes de basura—, se personaron en el Capitolio y se incautaron del edificio para acometer la tarea de “depurarlo”. Su primera obra fue un decreto en el cual se nombraba a una abundante legión de ciudadanos ‘no maculados” para que sustituyeran a la burocracia anterior. A pesar del momento, que era de escándalo, desorden y desintegración, el documento resultó tan extraordinario que hubo que dejarlo sin efecto. Las rosas de los abundantes sueldos, de las prebendas magníficas que los más ardientes precursores de la mitomanía del grausismo se habían autodesignado, florecieron un día y murieron al siguiente…
    Quedó sin efecto, pues, el primer decreto, el decreto “grande, pero cada ocho o diez días, en un rincón de esa “Gaceta” a la que Lucilo de la Peña le había dado una portada digna de un manicomio, fueron apareciendo “decretitos” modestos, acompañados por listas sin mucha trascendencia, en los que se nombraba personal, se decretaban cesantías, se aumentaban o rebajaban sueldos. Los “listines” de la nueva empleomanía grausista-congresional se iban pareciendo, al correr de los días, por su esencia y sus variaciones, al listín de la Lonja de víveres.
    Hubo momentos en que, a cargo de un congreso difunto, cobraban más de trescientos “vivos”. De esos trescientos ciudadanos, muchos se limitaban a cobrar por el Capitolio, pero unos cientos cincuenta hacían más, VIVÍAN materialmente en el Capitolio, transformando los salones en dormitorios, los divanes en camas y las mesas bellamente talladas en pesebres. Gracias a la temperatura tropical de aquel otoño, no hacían falta ni sábanas ni cobijas, y las fundas de gruesa tela de lino, destinadas a resguardar las finas pieles y los finísimos brocados de los asientos y respaldos, eran utilizadas como almohadas.
    Los constructores del Capitolio lo proveyeron de abundantes y magníficos baños, con pisos de mármol, paredes de azulejos y aparatos de porcelana y níquel, con excelentes y poderosísimas duchas de presión… Los nuevos inquilinos tenían pues abundantes lugares donde hacer sus abluciones después de las siestas sabrosas y las mañanitas bien dormidas en los muelles divanes y las horas del baño se caracterizaban en el Capitolio grausísticamente depurado por un pintoresco desfile de multicolores anatomías apenas cubiertas por cortos calzoncillos. Desfilaban por los corredores y los salones solemnes y majestuosos, en fraternal desnudez, los nuevos botelleros y los viejos policías y ujieres, blancos, mestizos y negros, soldados y jefes de la burocracia vieja y de la novísima y “auténtica” en régimen igualitario de indisciplina. Los elementos del sexo débil que a menudo pernoctaban en el local, desfilaban en batas, menos en los casos de firme apego al nudismo integral.
    Hubo “auténticos” que, al ser detenidos por algún escándalo excesivo en la calle, dieron a la policía como domicilio el Capitolio. Y no mentían aquellos jóvenes, puesto que en efecto tenían en el templo de las Leyes su residencia, cómoda, sabrosa, monumental y, sobre todo, barata”. [A. Baroni, op. cit., pp. 134-137].

No creo que haga falta subrayar que este panorama de desorden y envilecimiento que inaugura la revolución del 33 se repetirá luego en 1959 en proporciones mucho mayores.

Es cierto que Estados Unidos no reconoció nunca al régimen de Grau y éste se fue a pique en enero de 1934, pero el espíritu revolucionario, la ideología que aspiraba a legitimar su origen, se mantuvo vigente, con mayor o menos énfasis según los casos. Esa legitimidad pareció alcanzarse con la Constitución de 1940, un documento que muchos cubanos suelen celebrar como la más adelantada de su tiempo, y que es realmente un texto bastante utópico lleno de truísmos socialdemócratas, cuando no francamente socialistas, muchos de cuyos artículos no llegaron nunca a aplicarse por la imposibilidad de ponerlos en práctica.

Sobre esa república que media entre el 4 de septiembre de 1933 y el 1 de enero de 1959 flota de manera permanente el fantasma o el demonio de la revolución, que todos invocan y en cuyo nombre todos hablan, se pronuncian y actúan. A lo largo de un período que abarca casi dos generaciones, casi todo el mundo que piensa en Cuba se proclama revolucionario y postula —si está en el gobierno— que éste lleva a cabo la obra de la Revolución y —si se encuentra en la oposición— que hace falta concluir la obra revolucionaria, llevar a cabo la verdadera Revolución, siempre con una R mayúscula, pues no se trata de un simple proceso mediático, sino de un verdadero orden teleológico, final, una aspiración de violencia, pureza y dignidad que al fin podrá hacer bueno el sueño de Martí. Los revolucionarios son hermeneutas de ese sueño.

Cuando el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) —para que no cupiera duda de que era continuador ferviente del martianismo— llega al poder en 1944, en elecciones cuya limpieza nadie cuestionó, se proclama “el gobierno de la Revolución” y tal consigna ponían sus funcionarios al pie de los documentos oficiales. Sin embargo, el presidente Grau, que era el mismo individuo, untuoso y demagogo, de 1933, sólo que once años más viejo, inauguró un régimen donde imperó la corrupción y la violencia, el pandillerismo institucional que se escudaba detrás de nombres como la Unión Insurreccional Revolucionaria, Acción Revolucionaria Guiteras, Movimiento Socialista Revolucionario, etc. Estos grupos gansteriles que, por vocación, iban dirigidos contra el orden de la república, eran tolerados, cuando no abiertamente aupados, desde el palacio de gobierno. Aunque el pandillerismo disminuyó significativamente durante el gobierno de Carlos Prío, no así la corrupción puntualmente denunciada por el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) al frente del cual estaba aquel líder incendiario que fue Eduardo Chibás, que aspiraba, aunque por vía electoral, una regeneración a fondo, revolucionaria, desde luego. Fidel Castro, que ya tenía antecedentes delictivos de sus tiempos universitarios, aunque no hubiera ido a la cárcel por ellos, fue un destacado militante de ese partido, amamantado por la furia verbosa del malogrado Chibás. Batista, que vuelve al poder en 1952, mediante otro golpe de Estado con el pretexto de corregir la corrupción administrativa, define su cuartelazo como una acción revolucionaria.

No obstante estas acciones, la Revolución seguía siendo un sueño a perseguir, una meta a lograr, un objetivo a conquistar. Todos los políticos que la invocaban —desde el gobierno o desde la oposición— parecían empequeñecidos en comparación con esta quimera. En definitiva, eran hombres de carne y hueso, políticos normales. La Revolución exigía superhombres, héroes, profetas…

Por eso, cuando se desmorona la república en enero de 1959, cuando Batista sigue el camino de Machado, luego del círculo vicioso de desmanes y crímenes que suele engendrar el terrorismo, el pueblo cubano, adoctrinado durante 25 años en la esperanza de una Revolución, cree llegada la hora de su glorioso advenimiento. Y efectivamente había llegado, porque la Revolución no era, y no podía ser, ese sueño de redención social que encendía la imaginación y la mirada de tantos, sino la destrucción sistemática del pasado, de las tradiciones e instituciones, de los soportes naturales que tiene una nación; la perversión de sus costumbres, la falsificación de su historia, el sacrificio de toda sana aspiración presente e inmediata por un espejismo que sólo sirve a los que mandan para perpetuarse en el poder; utopía delirante que exige la más abyecta sumisión; religión política que condena como hereje a todo el que no le rinda acatamiento.

La Revolución, esa revolución, no es un proyecto malogrado por las ambición de Fidel Castro. La Revolución es eso que Fidel Castro deliberadamente hizo y lo que lo conserva en el poder, o a su sombra, casi 55 años después. El marxismo-leninismo, que él dijo en un momento que profesaría hasta el final de sus días, es una harapienta vestidura, que lo mismo habría sido fascista que teocrática. La maldad esencial no es que Castro haya sido comunista, sino que ha sido revolucionario, que ha creído poder transformar la realidad por la sola fuerza de un poder renovador que se le había prometido a los cubanos desde que él era un niño y que él creyó encarnar. La revolución es una peligrosa pasión, el marxismo-leninismo no es más que una metodología útil para encauzarla.

Es muy triste que nuestro país haya pagado su entusiasmo revolucionario de una manera tan brutal; pero es tal vez más triste que, a más de medio siglo de devastadora experiencia, los nuestros no hayan aprendido todavía la lección y se sigan proclamando revolucionarios, herederos de los mismos movimientos, de los mismos credos, de las mismas figuras que encandilaron sus aspiraciones juveniles. Es patético comprobar que las organizaciones del exilio y de la oposición interna siguen fieles, en su mayoría, a esta fantasía de la Revolución, a pesar de su patente descrédito.

Tal vez nosotros no hemos de ver el fin de esta pesadilla: los procesos históricos pueden y suelen ser más largos que el promedio de nuestra vida; pero en este afán nuestro de contribuir al regreso de la democracia a nuestro país —democracia que es frágil y que siempre, en alguna medida, es corrupta— debemos curarnos de la intoxicación revolucionaria, de la aspiración a un orden moral superior que, haciendo, como el Evangelio, todas las cosas nuevas, se instaurará mediante un expediente de radical violencia.

Sin rechazar de manera absoluta cualquier apelación a la fuerza que pueda resultar pertinente, aspiremos más bien, pienso yo, a las nobles y más modestas instituciones que surgen de los dones naturales que tenemos como pueblo, de nuestras laboriosas virtudes, de los múltiples talentos que han agraciado a tantos cubanos. Desterremos, hasta del habla cotidiana, la palabra “Revolución”, que ha llegado a adquirir una desmedida importancia en nuestro discurso y en nuestro pensamiento político desde hace ochenta años y, en su lugar, pongamos todo nuestro empeño en que se levante de nuevo la república.

Vicente Echerri
Nueva York

Texto leído en la Asociación de Ex Presos Políticos Cubanos de Nueva York-Nueva Jersey, el 24 de septiembre de 2013.

1 Comments:

At 1:46 a. m., Blogger Unknown said...

de un ligero plumazo el autor nos impone la comoda y suprema explicacion a los ultimos 79 anos [y contando] de cuba: el fatalismo historiografico kubiche. ahora todo es cuestion de los humores y hormonas de nuestros abuelos y bisabuelos y no de los sujetos que dia a dia con sus decisiones [y ambiciones e intereses] modelan la nacion que somos y el pais que tenemos.

 

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